UNAS HERMOSAS PALABRAS...
Que nos queda, a los que habitamos
este mundo, sino la
suerte de poder imaginar un lugar mejor.
Y qué se hace con los incomprendidos, que pululamos por
el aire, corriendo de un lado al otro, intentando no
perdernos en una identidad que no deseamos.
Cómo se puede hacer, para que los personajes
estructurados abran sus mentes y se permitan ser un poco
más sensibles a la belleza, a la pasión y al arte...
Nos pasamos la vida intentando conformar a los demás,
sufriendo penas ajenas, llorando con lágrimas prestadas,
preguntándonos el significado de las cosas, persiguiendo
objetivos que no se corresponden con nuestras verdaderas
espectativas.
Se nos pasa el tiempo dando vueltas en órbitas que
parecieran alejarse cada vez más del centro de la
Tierra.
Buscamos un cielo que nos prometieron hombres vestidos
de largo, que supieron introyectarnos el miedo a nuestra
propia esencia, haciéndonos olvidar la belleza oculta en
nuestra naturaleza.
Nos mentimos y nos arremetemos con vajezas que lastiman
nuestras almas, y una vez más, en aquel rincón obscuro,
una lágrima recorre nuestro rostro mientras escuchamos
aquel dolorido blues.
Y así seguimos, los incomprendidos, viviendo vidas
paralelas. Unas para sentir que pertenecemos a este
espacio y otras para sentir que seguimos teniendo vida.
La pregunta es ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Acaso los
demás se dan cuenta de él? ¿A caso la gente se pregunta
en algún momento en qué mágico lugar reside lo que
nosotros interpretamos por felicidad?
Y de vez en cuando, cuando fluye esa incontrolable
fuerza que nos hace querer demostrar que en la sencillez
de las cosas están las respuestas, que en
las pasiones reside la angustia, que en la censura y
en la prohibición de la sinceridad de los deseos más
profundos habita la opresión de las almas, nos cruzamos
con seres pequeños que no pueden oír lo que estamos
gritando en silencio y nos miran como a locos a los que
terminan dando un sermón vacío y sin sentido. Es
entonces, cuando nuevamente nos damos cuenta que somos
los incomprendidos, no compadecemos de ellos y una vez
más terminamos haciendo lo de siempre.
Ahora que pienso. Quién es más pequeño, ellos, que están
convencidos de esa triste manera de sobrevivir, o
nosotros, que sabiendo lo sublime de la vida terminamos
simulando no conocerla.
Verónica Mroczek
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